YO EN LOS OTROS O LA LIBERTAD DE LUPO

La mayor parte del tiempo estaba inmóvil, como si fuese una gota más en el agua de la pecera. Me gustaba mirarlo, ver sus enormes ojos negros, planos, que temblaban como si se esforzasen, en vano, por comprender aquellas extrañas sombras y formas difuminadas que nos movíamos más allá de aquella frontera de cristal, invisible pero sólida.
Era mi pez y se llamaba Lupo.

De Lupo me fascinaba, sobretodo, la ausencia absoluta de rebeldía, de inconformismo, de lucha. Nunca lo había visto golpear el cristal de la pecera, ni tratar de derribarlo, ni recorrer todo su perímetro buscando una grieta por la que escapar.
Lupo nadaba indiferente o resignado, sin rencor y seguro sin esperanza.
Tal vez fue por eso que decidí soltarlo en el estanque.
“Por fin la libertad, ¿eh Lupo?”

Contrariamente a lo que yo esperaba, Lupo no nadó veloz, emocionado, ansioso, no desapareció entre las rocas y las algas del fondo. Se quedó suspendido como un globo.
Metí los dedos en el agua y los agité para que reaccionara pero se desplazó perezosamente unos centímetros y volvió a su impasibilidad.
Regresé al estanque cada día durante una semana. Lupo siempre estaba en el mismo lugar y hacía el mismo movimiento delicado, casi imperceptible, cuando yo probaba de acariciarlo.

Hasta que, un día, Lupo ya no estaba en su rincón. Apreté los labios y asentí, orgulloso, satisfecho de que, finalmente, Lupo se hubiese adaptado a la nueva vida y ya disfrutase de mi regalo de libertad.
Lo busqué por el estanque para verlo feliz, nadando junto a otros peces, haciendo piruetas entre las piedras el fondo.
Di dos vueltas al estanque y lo encontré flotando en la superficie, como una hoja seca y crujiente, como aplastado por la presión del aire contra el agua. Un ojo miraba al cielo, azul pero tan negro en su reflejo, y el otro al fondo del estanque. Y seguían tan planos, tan vacíos, tan desesperanzados.