Siempre llevo cinco o seis tubos de ensayo en el bolso. Y la etiquetas para marcarlos cuando estan llenos. Si alguna vez los olvido en casa, o cuando ya los he utilizado todos, inspiro con avidez, consciente de que dejo atrás instantes de existencia irrepetibles que ya jamás conseguiré para la colección.
Mi abuelo abrió para mí, por primera y única vez, ese armario una tarde de verano. Yo tenía diecisiete años, la misma edad que tenían mi padre, mis tíos y mis primos cuando el abuelo les mostró su secreto.
Me llamó desde la azotea, donde él tenía lo que llamaba “su despacho”.
-¡Mera, sube un momento!
Mi nombre retumbó por la escalera y llegó hasta la cocina, donde estaba con mi abuela y el tío Poro guardando los platos y las copas.
-¡Mera!
No imaginé que esa tarde por fin se cumpliría lo que había estado esperando durante años. “Cuando sea el momento, Mera, tu abuelo te llamará”. Desde que cumplí los diecisiete sabía que la revelación del secreto del abuelo estaba próxima, pero ese día, un día cualquiera de verano, casi sin nombre ni número en el calendario, no pensé en ello. Quizá el abuelo quería que llevase una carta a correos o que le ayudase a ordenar algunos libros.
Me hizo pasar y cerró la puerta detrás de mí.
El abuelo miraba al suelo, como si lo que iba a hacer le pesara. Caminó unos pasos, con un andar arrastrado, acariciando el suelo con las zapatillas, y se detuvo frente al armario que dormía al fondo de la estancia.
Entonces comprendí. Era el momento. Nadie me había avisado, no había tenido tiempo de saborear las horas previas, de emoción e impaciencia, pero allí estaba yo, con el abuelo, frente al armario.
Él estaba quieto, ahora miraba al techo de madera, como si buscase una señal o esperase consejo. Parecía que dudaba. Y quería que yo entendiese que dudaba, como si eso pudiere conferir a aquella escena pausada una mayor solemnidad.
-Abuelo, quizá… - yo estaba impaciente pero no quería que me contase nada si sólo lo hacía por cumplir, sin entusiasmo, con un absurdo sentido de la tradición familiar.
-No, Mera, es el momento.
Y suspiró.
-Pero debes comprenderlo, Mera, es toda mi vida. Toda mi vida.
Introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. Dos vueltas. Las puertas se abrieron como si exhalasen.
La luz del atardecer inundó el armario. Cientos de tubos de ensayo fulgían, parpadeaban, ordenados en soportes de madera, cerrados con un tapón de corcho, con una etiqueta que indicaba un lugar, un nombre y una fecha.
-Es mi vida- repitió, absorto, sin girarse, dándome todavía la espalda.
Cogió el primer tubo. “Cala boadella/viento/18 de septiembre de 1932”.
-Yo tenía 19 años- sususurró, levantando hasta sus ojos el tubo, que en su interior estaba salpicado por diminutas gotas de condensación húmeda – Esa tarde estaba en la playa con tu abuela y nos besamos por primera vez.
Asintió levemente con la cabeza. El tubo de ensayo parecía vacío entre sus dedos.
-Guardo un soplo del viento húmedo y salado de aquel atardecer de septiembre, el mismo aire que nos acarició el rostro y que jugó con los rizos de tu abuela.
Volvió a colocar el tubo en su sitio, cuidadosamente, y dejó que sus dedos paseasen entre los otros tubos, como si estos formasen un teclado y aquellos interpretasen una melodía.
-También guardo el olor de su piel y el vaho que desprendían sus labios al preparar un beso.
Cerró el armario. Había cumplido. Le había enseñado la colección a su última nieta y nunca más volvería a hablar de ella con él.
Así había sido con los demás y así debía ser también en mi caso.
-¿Por qué, abuelo?
No esperaba esa pregunta.
Había abierto la puerta de la habitación para que yo saliese pero al oir la pregunta la volvió a cerrar.
-Que por qué?
Me miraba fijamente.
-¿Por qué razón o para qué finalidad?
-Es lo mismo.
Seguía mirándome con sus ojos oscuros como bocas, profundas y llenas de silencio.
-El olor, Mera, es el rastro del alma. Emana de la existencia, de cualquier insignificante o descomunal parte de ella. Si algo existe, huele. Y todo permanece en su olor.
Se giró y cogió una fotografía de encima de la mesa.
-Una foto es el retrato de un instante, una representación, pero no es el instante mismo ni parte de él. Las fotografías, al contrario que los olores, permiten recordar pero no revivir.
Dejó el marco y se giró hacia mí.
-Es mi vida, la colección de los instantes de mi vida.
-Y, ¿cuándo los abrirás? Los tubos, digo. ¿Cuándo vas a destaparlos para oler lo que has ido guardando?
-¿Abrirlos? ¡¿Como voy a abrirlos?! - negó con la cabeza, como si le hubiese decepcionado - Los olores se perderían… en el aire… se diluirían en el aliento de un extraño, en el humo de cualquier cocina.
-Pero, ¿no dices que es tu vida? Si no los abres tú, ¿quién los abrirá? ¿Quién revivirá esos instantes si son tuyos y solo para ti tienen sentido?
Se acercó hacia mí, puso sus manos en mis mejillas y acariciándome susurró.
-Y la colección, Mera, ¿Quieres que se pierda la colección?
-No, abuelo, quiero que cumplas con su propósito.
Salí de su despacho arrepentida de haber hecho esas preguntas al abuelo, puesto que sin duda lo habían perturbado. Bajé las escaleras, despacio, pensando en la magia de esa colección pero en lo absurdo de no querer destaparla.
Ahora ya sabía por qué nadie de la familia hablaba de la colección. Era incomprensible, el abuelo había pasado su vida embotellando olores, olores que se iban a pudrir en los tubos porque no quería abrirlos.
Nunca más volví a hablar de la colección con mi abuelo ni con nadie.
Dos días después de su muerte, unos años más tarde, mi padre llegó a casa con un sobre.
-El abuelo dejó esto para ti, Mera- me dijo, casi sin mirarme, como si le molestase.
Era una carta encabezada con la frase “Cuando yo ya no esté”.
Mi abuelo abrió para mí, por primera y única vez, ese armario una tarde de verano. Yo tenía diecisiete años, la misma edad que tenían mi padre, mis tíos y mis primos cuando el abuelo les mostró su secreto.
Me llamó desde la azotea, donde él tenía lo que llamaba “su despacho”.
-¡Mera, sube un momento!
Mi nombre retumbó por la escalera y llegó hasta la cocina, donde estaba con mi abuela y el tío Poro guardando los platos y las copas.
-¡Mera!
No imaginé que esa tarde por fin se cumpliría lo que había estado esperando durante años. “Cuando sea el momento, Mera, tu abuelo te llamará”. Desde que cumplí los diecisiete sabía que la revelación del secreto del abuelo estaba próxima, pero ese día, un día cualquiera de verano, casi sin nombre ni número en el calendario, no pensé en ello. Quizá el abuelo quería que llevase una carta a correos o que le ayudase a ordenar algunos libros.
Me hizo pasar y cerró la puerta detrás de mí.
El abuelo miraba al suelo, como si lo que iba a hacer le pesara. Caminó unos pasos, con un andar arrastrado, acariciando el suelo con las zapatillas, y se detuvo frente al armario que dormía al fondo de la estancia.
Entonces comprendí. Era el momento. Nadie me había avisado, no había tenido tiempo de saborear las horas previas, de emoción e impaciencia, pero allí estaba yo, con el abuelo, frente al armario.
Él estaba quieto, ahora miraba al techo de madera, como si buscase una señal o esperase consejo. Parecía que dudaba. Y quería que yo entendiese que dudaba, como si eso pudiere conferir a aquella escena pausada una mayor solemnidad.
-Abuelo, quizá… - yo estaba impaciente pero no quería que me contase nada si sólo lo hacía por cumplir, sin entusiasmo, con un absurdo sentido de la tradición familiar.
-No, Mera, es el momento.
Y suspiró.
-Pero debes comprenderlo, Mera, es toda mi vida. Toda mi vida.
Introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. Dos vueltas. Las puertas se abrieron como si exhalasen.
La luz del atardecer inundó el armario. Cientos de tubos de ensayo fulgían, parpadeaban, ordenados en soportes de madera, cerrados con un tapón de corcho, con una etiqueta que indicaba un lugar, un nombre y una fecha.
-Es mi vida- repitió, absorto, sin girarse, dándome todavía la espalda.
Cogió el primer tubo. “Cala boadella/viento/18 de septiembre de 1932”.
-Yo tenía 19 años- sususurró, levantando hasta sus ojos el tubo, que en su interior estaba salpicado por diminutas gotas de condensación húmeda – Esa tarde estaba en la playa con tu abuela y nos besamos por primera vez.
Asintió levemente con la cabeza. El tubo de ensayo parecía vacío entre sus dedos.
-Guardo un soplo del viento húmedo y salado de aquel atardecer de septiembre, el mismo aire que nos acarició el rostro y que jugó con los rizos de tu abuela.
Volvió a colocar el tubo en su sitio, cuidadosamente, y dejó que sus dedos paseasen entre los otros tubos, como si estos formasen un teclado y aquellos interpretasen una melodía.
-También guardo el olor de su piel y el vaho que desprendían sus labios al preparar un beso.
Cerró el armario. Había cumplido. Le había enseñado la colección a su última nieta y nunca más volvería a hablar de ella con él.
Así había sido con los demás y así debía ser también en mi caso.
-¿Por qué, abuelo?
No esperaba esa pregunta.
Había abierto la puerta de la habitación para que yo saliese pero al oir la pregunta la volvió a cerrar.
-Que por qué?
Me miraba fijamente.
-¿Por qué razón o para qué finalidad?
-Es lo mismo.
Seguía mirándome con sus ojos oscuros como bocas, profundas y llenas de silencio.
-El olor, Mera, es el rastro del alma. Emana de la existencia, de cualquier insignificante o descomunal parte de ella. Si algo existe, huele. Y todo permanece en su olor.
Se giró y cogió una fotografía de encima de la mesa.
-Una foto es el retrato de un instante, una representación, pero no es el instante mismo ni parte de él. Las fotografías, al contrario que los olores, permiten recordar pero no revivir.
Dejó el marco y se giró hacia mí.
-Es mi vida, la colección de los instantes de mi vida.
-Y, ¿cuándo los abrirás? Los tubos, digo. ¿Cuándo vas a destaparlos para oler lo que has ido guardando?
-¿Abrirlos? ¡¿Como voy a abrirlos?! - negó con la cabeza, como si le hubiese decepcionado - Los olores se perderían… en el aire… se diluirían en el aliento de un extraño, en el humo de cualquier cocina.
-Pero, ¿no dices que es tu vida? Si no los abres tú, ¿quién los abrirá? ¿Quién revivirá esos instantes si son tuyos y solo para ti tienen sentido?
Se acercó hacia mí, puso sus manos en mis mejillas y acariciándome susurró.
-Y la colección, Mera, ¿Quieres que se pierda la colección?
-No, abuelo, quiero que cumplas con su propósito.
Salí de su despacho arrepentida de haber hecho esas preguntas al abuelo, puesto que sin duda lo habían perturbado. Bajé las escaleras, despacio, pensando en la magia de esa colección pero en lo absurdo de no querer destaparla.
Ahora ya sabía por qué nadie de la familia hablaba de la colección. Era incomprensible, el abuelo había pasado su vida embotellando olores, olores que se iban a pudrir en los tubos porque no quería abrirlos.
Nunca más volví a hablar de la colección con mi abuelo ni con nadie.
Dos días después de su muerte, unos años más tarde, mi padre llegó a casa con un sobre.
-El abuelo dejó esto para ti, Mera- me dijo, casi sin mirarme, como si le molestase.
Era una carta encabezada con la frase “Cuando yo ya no esté”.
“Cuando yo ya no esté, Mera, mi colección seguirá existiendo. Te la dejo. Te la doy. Tú descifraste para mí el verdadero sentido de su existencia pero nunca tuve el valor suficiente para cumplirlo. Revivir la vida, a la vez que esta se pierde, es asumir su final. Quizá tú seas más valiente y más fuerte que yo para afrontarlo”.
2 comentarios:
GENIAL! Si poguéssim conservar en un mateix suport la imatge, el so, el moviment i a més a més les olors, els records serien tant reals que podriem reviure la nostra vida de manera integral. Però segurament, seria insoportable, sobre tot per aquells records dolorosos que per sort, amb el temps es difuminen.... Enfí, m'ha encantat el relat, i llegint-lo se m'han omplert els ulls de llàgrimes, segurament perquè ara que tanco una etapa de la meva vida, parlar de sentiments i records m'emociona. I justament en un moment així és quan et surgeix una necessitat urgent d'escriure i d'exterioritzar tot el que nit i dia et ronda per l'esperit... Estic polint el meu escrit i espero poder-lo penjar aquesta nit, perquè m'ajudeu a millorar-lo. No deixeu d'escriure, m'encanta!
M'alegra que el relat t'hagi fet sentir tantes coses i, com si fos un mirall, l'hagis pogut adapta i "aprofitar" per reflexar la teva pròpia situació personal.
Estic impacient per llegir el teu relat, que, coneixen-te, serà emocionant i molt sentit.
M'encanta que t'hagis animat a participar. Ara només falta convèncer a la Leila.
Petonets.
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