“El mejor violinista del mundo”, titula el diario. Lo dejo caer sobre la mesa de cristal y me acerco al ventanal que da acceso a la terraza. La ciudad, once pisos más abajo, se extiende a mis pies como una alfombra.
El sol se ha puesto hace unos minutos. Ha dejado un fulgor anaranjado en el horizonte tan luminoso que parece irreal, digital.
-Ya está confirmado, no queda ni una entrada. Y hubiésemos vendido miles más si hubieras aceptado tocar en el Wembley Arena.
Ya hemos hablado de eso.
-No quiero tocar allí. Me gusta la sonoridad del Albert Hall.
-Sólo digo que lo llenarías.
Las calles parecen arterias que reparten un líquido brillante por toda la ciudad.
-¿Con quien me han medido?
-¿Qué quieres decir?
Me giro y miro a Sandro a los ojos.
-La música no se puede calcular, ni traducir en puntos o clasificaciones. Para decidir que soy el mejor, digo, ¿Cómo lo hacen?
-Supongo que se basan en los millones de entradas vendidas. Además, la crítica te aclama allá donde tocas.
-Pero, ¿es mi música lo que les gusta?
-¿Y qué va a ser sinó?
-No lo sé, de verdad, no lo sé. Quizá deberíamos preguntárselo al diario.
Al acabar el concierto explota un mar de aplausos sonoros, como el granizo sobre el cristal, durante minutos que se hacen eternos.
Una de las veces que salgo saludar, me fijo en una mujer de la primera fila que está entusiasmada. Exageradamente emocionada. Mueve la cabeza y los brazos de una forma tan artificial que parece interpretar a un personaje cómico. Grita “bravo” hasta ponerse roja.
A veces juego a individualizar un aplauso o una voz entre la multitud.
En el caso de la mujer no es difícil pues su físico portentoso la acompaña en su afán por destacar. Una melena corta, rubia, rizada y un vestido verde azulón.
En la tercera fila dos ancianos han dejado de aplaudir. Parecen agotados.
“Maravilloso”, vocea la mujer de la primera fila.
En los laterales hay gente mirando el reloj y pensando que si no salen ahora se econtrarán llenas las escaleras de bajada.
Lo planeé ayer por la tarde y no ha sido dificil. De hecho, sólo necesitaba mi violín y algo de ropa arrugada. Y un sombrero calado para disimular el rostro. Las partituras no porque conozco las piezas de memoria.
He elgido una esquina céntrica por la que pasa muchísima gente durante todo el día.
Abro la funda del violín, la dejo en el suelo, abierta, y empiezo a tocar.
Las notas se ahogan primero en el mar sonoro de la calle pero no desisto.
Poco a poco los sonidos se unen para formar melodías que fluyen destacándose por fin.
Estoy interpretando el repertorio del concierto de anteayer por la noche.
La gente me mira. Podría decir que algunos se paran, que otros me señalan, que otros incluso cruzan a pocos centímetros de mí hablando por el movil; pero, sobretodo me miran. Termino la primera pieza. Tres o cuatro aplauden con desgana, más para justificar su presencia frente a mí que por ánimo de manifestar su entusiasmo. Dos parejas se acercan.
Dos monedas. Tres.
Otra.
La segunda pieza, más lenta, provoca la deserción de los pocos fieles que me escuchaban
Nadie se para, ahora ni me miran.
Estoy tocando el violín sólo entre la muchedumbre siempre renovada de la esquina.
Pasan cientos, miles de orejas, todas distintas, todas con la posibilidad de disfrutar gratuitamente del “mejor violinista del mundo”.
Y nadie se para.
Me ha parecido ver entre la gente a una mujer corpulenta, pelo rubio rizado en media melena informe. La mujer de la primera fila del concierto. Me ha parecido verla pasar, que me miraba de reojo y seguía su camino.
No sé si era ella. Pareció gustarle mi música la otra noche.
Creo que ella, por lo menos ella, se hubiera parado a escucharme.
QUIEN JUZGA, QUIEN DECIDE (VERSIÓN EXTENDIDA)
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